El deseo: dulce veneno

El deseo es como una lámpara en medio de la noche: atrae polillas que vuelan hacia ella creyendo que es la luna. El budismo, el Zen,

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Miguel Rico

10/26/20253 min read

En el budismo, el deseo (tanhā) es como un fuego que no se apaga alimentándose de sí mismo. El Buda lo señaló como una de las raíces del sufrimiento: cuanto más bebes de él, más sed tienes. El Zen, heredero de esta visión, prefiere mostrarlo con imágenes: “es como perseguir un arcoíris con la esperanza de atrapar el oro”. El problema no es el oro —que tal vez ni existe—, sino el hecho de correr sin ver las flores del camino.

Pero lo curioso, y aquí comienza la ironía, es que aunque el deseo nos hiere, lo abrazamos. Sociedades enteras viven del comercio de anhelos. La publicidad nos alimenta como si fuéramos pájaros enjaulados, con migajas de promesas imposibles. Desde la moda hasta la tecnología, desde las relaciones hasta las ideas políticas, todo se sostiene en una consigna invisible: “lo que tienes no es suficiente”.

Zoroastrismo y Aurimasdismo: la alianza con el orden o el caos

En el zoroastrismo —y en su versión contemporánea, el aurimasdismo—, el deseo es una fuerza neutral que puede servir al orden (asha) o a la mentira y el caos (druj). Ahura Mazda encarna la claridad y la verdad, pero Angra Mainyu utiliza el deseo como un anzuelo: te promete poder, placer o dominio… y a cambio toma tu voluntad. En este marco, cada vez que cedemos al deseo ciego, no solo caemos nosotros: contribuimos al desorden del universo.

Jainismo: la renuncia como arma

En el jainismo, el deseo es visto como un invasor que contamina el alma con karma, entendido aquí como una sustancia sutil que se adhiere como barro. Para un monje jainista, incluso desear comida cuando se tiene hambre es una semilla de atadura. La respuesta: renuncia radical. Vivir con lo mínimo, caminar descalzo, medir cada paso para no aplastar insectos, hablar solo cuando es necesario, y cortar de raíz cualquier impulso de posesión o ambición. Para ellos, la libertad no está en “tener” sino en “no necesitar”.

La fascinación por la trampa

Y, sin embargo, aquí estamos. Sabiendo que el deseo es un pozo sin fondo, seguimos lanzando monedas, convencidos de que la próxima será la que toque el agua. Es un juego peligroso, pero nos seduce porque es movimiento. El deseo nos da dirección —aunque esa dirección sea un círculo— y nos ofrece la ilusión de propósito.

Los maestros Zen se ríen de esto con historias breves. Una dice:

Un monje pidió al maestro que le enseñara cómo liberarse del deseo. El maestro le sirvió té hasta que la taza se desbordó. “Tu mente es como esta taza”, dijo. “Primero vacíala, y luego podremos llenarla de algo que no se derrame”.

La paradoja es que, a nivel colectivo, la humanidad parece disfrutar de vivir con la taza siempre rebosando. El deseo es una droga legalizada por la cultura, y aunque las grandes tradiciones espirituales lo han señalado como una trampa mortal, también han visto que sin disciplina, el ser humano prefiere vivir dentro de la jaula, siempre que la puerta esté pintada de colores brillantes.

Podríamos cerrar este artículo con una imagen que unifique todo: El deseo es como una lámpara en medio de la noche: atrae polillas que vuelan hacia ella creyendo que es la luna. Las tradiciones como el budismo, el Zen, el jainismo o el zoroastrismo han intentado decirnos que la luz verdadera está en otro lugar. Pero nosotros, fascinados por el brillo inmediato, seguimos golpeando nuestras alas contra el cristal.

El deseo: dulce veneno que la humanidad bebe con gusto

El deseo es como una lámpara en medio de la noche: atrae polillas que vuelan hacia ella creyendo que es la luna. El budismo, el Zen, el jainismo o el zoroastrismo nos han advertido que la luz verdadera está en otro lugar, silenciosa y paciente. Pero nosotros, fascinados por el brillo inmediato, seguimos golpeando nuestras alas contra el cristal… hasta que el cansancio, o el fuego, nos consume.